Opinión

El provisional

Luis Carlos Rojas García

Luis Carlos Rojas García

Escritor

 La notificación llegó un martes a eso de las once de la mañana en el carro de don Alfonso quien había tenido que bajar al pueblo para hacer algunas diligencias de última hora; entre esas, pasar por al colegio, sede principal de la escuela de la vereda, por si había alguna correspondencia para el profesor Rigoberto o, el profe Rigo, como lo conocían desde hacía ya ocho años.

A eso de diez y treinta, y desde el filo de la montaña, se pudo ver el vehículo que se aproximaba montaña arriba. Media hora más tarde, don Alfonso detuvo su viejo Willys frente a la escuela. Los niños, quienes a esa hora se encontraban en una pequeña pausa, salieron a su encuentro. El profe Rigo lo saludó amablemente y antes de que pudiera pronunciar palabra alguna, don Alfonso lo miró con algo de preocupación y estiró su mano para entregarle el sobre.

Fue en ese momento cuando el profe Rigo comprendió de qué se trataba el asunto. Pese a que llevaba varios días, por no decir semanas, sin bajar al pueblo, el rumor de la posible llega de un nuevo profesor se había esparcido por toda la vereda y no solo los niños y los padres de familia se mostraban inquietos, el más preocupado por el asunto era el mismo educador.

Sabía que a sus casi cincuenta años no le sería fácil encontrar trabajo en el dichoso Magisterio el cual, desgraciadamente, por la politiquería y otros vicios, se había convertido en un lugar despreciable y tan corrupto como el mismo gobierno.

Sabía además que ese tema de las ayudas políticas a la fecha eran una ilusión, además de humillante y nauseabundo. Tener que ir a arrodillarse ante un político por un puesto jamás, pero, la necesidad tiene cara de perro y parecía que le había llegado el momento de buscar ese tipo de ayudas.

También sabía que, el concurso docente, a veces y para muchos, era una suerte de lotería que no todos pueden ganar.

Los chicos se reunieron alrededor del profe Rigo, querían saber qué decía la carta. El maestro los miró con ternura, como quien sabe que tiene una muy mala noticia que dar, pero que no se atreve a decirla. Les acarició la cabeza y haciendo un esfuerzo casi sobrehumano para no ahogarse, les pidió que entraran al salón para terminar la jornada.

Preescolar cerca al escritorio del profesor, primero y segundo a un costado de salón, tercero en el otro y cuarto y quinto cerca a la puerta de entrada. A las doce del mediodía terminó la última clase. Los estudiantes levantaron sus pupitres y se repartieron para hacer el aseo en la escuela. Unos barrieron y trapearon el salón, mientras otros, lavaron los baños. Como era costumbre, los más pequeños recogieron los papeles de los alrededores de la escuela.

Los chicos se despidieron y el profe Rigo los vio alejarse, corrían con tanta energía, tan libres y ajenos a todos esos males modernos que maestro no tuvo más remedio que reír y llorar, sin darse cuenta que, Daniel de grado primero, lo observaba.

Por suerte, llegaron los padres de Daniel, lo subieron al caballo y se despidieron del profesor. El profe Rigo cerró la escuela entró a su habitación que estaba justo al lado de la colorida edificación en donde, durante ocho largos años, había experimentado las más agradables aventuras y también los problemas cotidianos propios de la vida del campo.

Se sentó en la cama y comenzó a recordar todos esos momentos que lo llevaron a pensar firmemente que quería quedarse a vivir en ese lugar para siempre. Llegó incluso a sentirse dueño y señor de esa tierra, pero, el sobre le recordó que su sueño había terminado.

En efecto, mediante una resolución se le informaba que el lunes de la semana siguiente llegaba un profesor que meses antes había pasado el concurso y que, por ley, ocuparía desde esa fecha su lugar.

El profe Rigo se recostó en la cama y se desvaneció. Soñó entonces con las montañas, los ríos, el cielo, las miradas de los niños, la gentileza de la gente del campo; soñó además con todas esas fechas especiales y sus celebraciones, con las clases de educación física, con la llegada del primer computador, con los niños que se fueron y con los que se quedaron. Soñó que era un ave y que volaba por ese inmenso lugar en donde años atrás la sangre y la violencia lo habían convertido en zona de guerra pero que, para ese entonces, era el mismísimo paraíso.

A la mañana siguiente, los gritos de los chicos lo despertaron, era la primera vez que en ocho años el profe Rigo llegaba tarde a su encuentro. Tuvo que pedir que lo esperaran media hora mientras se alistaba. Cuando al fin salió se encontró con su reemplazo. Había llegado en una motocicleta. Venía a hacer el empalme. Era un muchacho joven, lánguido, pero, de rostro amable.

Los niños no entendieron muy bien de qué se trataba el asunto, así que el profe Rigo tuvo que respirar profundo y contener el llanto para poder explicarles que la persona que estaba a su lado era el nuevo profesor. Los niños se echaron a llorar, incluso, llegaron a decirle al nuevo que no lo querían. El joven sonrió y les dijo que no se preocuparan, que siempre pasaba lo mismo y que más adelante lo llegarían a querer a él, tanto como ahora querían a su profesor.

Terminaron el empalme y el nuevo profesor se marchó. El profe Rigo hizo lo que pudo para terminar la jornada, pero, ya no estaba ahí.  Se sentía desplazado, un siervo sin tierra, un ave sin nido. Los días siguientes fueron peor, los comentarios de los niños, las visitas de los padres y sus intenciones de escribir una carta a quien fuera para que no cambiaran al profesor, se convirtió en una verdadera agonía para el profe Rigo quien, tenía que explicar una y otra vez, que las cosas no funcionaban así y que frente a una resolución no había nada qué hacer. Él, había perdido su plaza.

Por fin, llegó el viernes y el profe Rigo se despidió de sus estudiantes con un abrazo que pareció no acabarse nunca. Lágrimas, promesas, cartas, rostros de lamento y decepción se quedaron grabadas en la memoria del profe Rigo. El sábado en la mañana y aprovechando la línea, como solían llamar a la ruta que hacía don Alfonso en su viejo Willys, se marchó.

Los niños, los que vivían cerca por supuesto, salieron a su encuentro, corrieron, seguidos de sus perros, detrás del vehículo gritando al profe Rigo que no se fuera. Unos kilómetros adelante la figura de los chicos desapareció por completo en medio de la bruma que, veinte minutos más tarde se disipó porque la montaña tampoco pudo aguantar aquella triste despedida.

Un fuerte aguacero se desgranó durante el resto del recorrido; en efecto, parecía que la montaña lloraba, como lloraban los niños, como lloraban los campesinos que vieron en el profe Rigo a un amigo, un hermano, un hijo, un campesino más, el mismo que un día cualquiera había aceptado un cargo como profesor provisional en una vereda alejada del mundo, de la tecnología, de la contaminación, del mal llamado progreso, de las mismas guerrillas y paramilitares y hasta del mismo gobierno.

Un lugar en donde los niños caminan horas y horas para poder llegar a estudiar sin quejarse. Un sitio en donde todo se hace con esfuerzo, hasta comer, aunque la gente de la ciudad piensa que sembrar y recoger es como comprar en el supermercado. Ese mismo lugar en donde muchos piensan que el campo y sus campesinos solo sirven para regalar un voto por una promesa que nunca se cumplirá.

Me refiero, a esas tierras en donde cientos de profesores provisionales son desplazados sin que importe su estabilidad, tanto económica como emocional. Como tampoco importa los lazos que haya podido construir con una comunidad. No importa el tiempo, el esfuerzo, el trabajo y la dedicación. Ser maestro provisional es solo una ilusión que se desvanece con las letras y la firma en un documento.

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