Historias

Sobre quien mató a inocentes en nombre de la patria

Hernando Urriago Benítez

Hernando Urriago Benítez

(Cali, Valle 1974).

Docente universitario.

Llegué a Bogotá el 6 de agosto de 1992 con manchas de sangre en mi bluyín. A mi lado, muchos otros jovencitos caleños, algunos también ensangrentados, cuando no heridos, empezaban a bajarse de los buses que nos habían trasladado, después de un aparatoso accidente, del Valle del Cauca al Batallón de Infantería Guardia Presidencial.

Creo que nunca he escrito nada de esta historia (tal vez guardada por fragmentos en mis diarios) que ve la luz luego de escuchar parcialmente el horroroso y escalofriante testimonio del coronel retirado Santiago Herrera Fajardo en relación con las ejecuciones de gente inocente que en el país del eufemismo llamamos “falsos positivos”.

Llegamos a Bogotá diezmados, tristes, sucios, hambrientos, apenas con lo puesto, con la sangre casi fresca, que brotó por aquí y por allá de las frentes, las bocas y las manos tras el choque múltiple de los buses que nos conducían, cual caravana infernal, de batallón a batallón. El incidente había ocurrido hacia la una de la madrugada, cerca de Uribe (qué irónica es nuestra geografía), y todo porque un conductor se quedó dormido, ocasionando un tenebroso efecto dominó: un sargento perdió una pierna y algunos jóvenes de los reclutados sufrieron heridas en cara y en los brazos. Recuerdo que hubo pérdida de dientes incluso, como también laceraciones en las manos. Muchos fueron bajados de los buses a la espera de traslado a centros médicos de Tuluá o Buga y los demás, que nos habíamos salvado porque íbamos relativamente despiertos, seguimos en el viaje sin retorno del servicio militar.

(Voy semidormitando. De pronto escucho un golpe seco. Mis labios contra el espaldar del asiento anterior. Reviso mis dientes. Intactos. Escucho gritos, llantos, órdenes. Al descender del sexto bus de siete que se estrellan, la noche cerrada me muestra el horror de una guerra sin balas).

En Bogotá, sobre las seis de la tarde, nos recibió, ni más ni menos, el entonces capitán Herrera. Vestía sus galas después del cambio de guardia dominical, antes de un nuevo 7 de agosto, en tiempos de la presidencia del solapado César Gaviria. Herrera, que ya entonces tenia el cabello ceniciento, nos habló en el auditorio de aquel batallón dentro del cual pasaría uno de los años más duros y aleccionadores de mi vida. “De ahora en adelante seremos aquí sus papás y sus mamás. Este es el Ejército y aquí cada uno se gana su trato”.

Vinieron entonces 10 u 11 meses inolvidables por lo duros y lo sabios en relación con el aprendizaje sobre la condición humana. Del sufrimiento, la soledad, la intimidación del fusil, la locura de la milicia, la obstinación en torno al brillo de las botas o al toque de diana en las frías, muy frías horas de aquella ciudad implacable.

De Herrera guardo poca memoria porque no lo tuve de comandante de compañía. Recuerdo a los capitanes Rodríguez y Farfán, de quien corría una leyenda negra: había matado a un guerrillero a punta de cortauñas porque se había sobrepasado con su novia. Bajo el mando de Herrera hubo soldados que para evitar todo sufrimiento en las guardias, los consabidos plantones en las garitas y las madrugadas infames incurrían en dádivas y en zalamerías para ganar lo que en la milicia se conoce como “tener vara”. Yo fui un soldado de base y no recuerdo cuánta lluvia, cuánta niebla y cuántos instantes de suprema desolación marcaron mis días de cuartel.

Luego de escuchar a Herrera, de sentir enorme tristeza por las víctimas y de comprobar que en Colombia estamos siempre en trance de muerte, sólo quiero manifestar mi repudio absoluto por esa gente que integra la mayoría de filas del Ejército de Colombia. Aquel “tener vara” habla igualmente de una cadena de mando perversa desde el soldado raso hasta el más alto general; cadena en la cual el coronel retirado Herrera fue, cómo no, un eslabón instrumentalizado al servicio de la “causa justa”, del “honor y la gloria”, concepto que a la luz de lo confesado resultan degradados e inicuos.

No me siento orgulloso de haberle regalado a la “Patria” un año de mi vida.

Y haré todo lo que esté a mi alcance para que mi hijo (a menos que él decida lo contrario) no vista ni un segundo ese uniforme machado de sangre inocente.

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