Opinión

La mamá de John

 Luis Carlos Rojas García Kaell de Cerpa

Luis Carlos Rojas García Kaell de Cerpa

Escritor

El rumor llegó a la vereda como llegaba la brisa sobre los puertos improvisados a lo largo del río Ariari en las tardes de calor, repentido y con fuerza. Los lugareños comentaban que al otro lado del río, justo en la salida del pueblo y durante los retenes del ejército, se llevaban a los muchachos y no los volvían a ver.

La mamá de John sintió un escalofrío que le recorrió el cuerpo entero. Grande era su preocupación con las pilatunas de su hijo a quien se le había despertado un afán incontrolable de meterse en líos de faldas, peleas de gallos y lo peor, romper el toque de queda que la guerrilla de la zona había decretado por los constantes enfrentamientos entre ellos, los paramilitares y el ejército.

Entonces, ocurrió que cierto día, las noticias de un grupo de jóvenes capturados y desaparecidos en el acto por el ejército llegó a los oídos de la mamá de Jonh. La mujer, con camándula en mano, se arrodilló ante el improvisado altar de la virgen del Carmen y oró con todas sus fuerzas para que su muchacho no fuera uno de los capturados. John llevaba dos días sin dar señales de vida y la angustia de su madre era tan inmensa como la manigua de los llanos orientales, lugar en donde vivían.

La mamá de John le prometió a la Virgen que, si le devolvía a su muchacho, dejaría todo, la tiendita, las gallinas, el marrano, la vaquita y el pequeño lote que había cuidado y amado durante tantos años en el Danubio.

Al tercer día de sufrimiento John apareció con el rostro desencajado, pero, vivo. Le contó a su madre que se habían llevado a la mayoría de sus amigos y que él se había salvado por un pelo. Sin pensarlo dos veces madre e hijo agarraron lo que pudieron y salieron sin decirle a nadie. Al hombre del puerto, quien se mostró interesado por saber a dónde iban, le explicaron que solo necesitaban comprar unos víveres en el pueblo.

Una vez cruzaron el río, caminaron agarrados de la mano, sintiendo que se les escapaba el alma. Se acercaron con cautela donde estaba el ayudante del bus y con disimulo le entregaron más dinero de lo que costaba el pasaje para que los dejara subir sin llamar la atención. El hombre aceptó.

La mamá de John y el mismo John, sabían que cualquiera que los viera irse así nada más, los podía acusar de ser sapos y eso no era para nada bueno.

El bus prendió motores, el ayudante se agarró de la puerta y gritó con fuerza: —¡Bogotá! ¡Bogotá! La mamá de John le sujetó la mano con fuerza y entre susurros le dijo que le pidieran con fe a la Virgen para que todo saliera bien, y, sobre todo, para que no se encontrarán con el ejército. John, sin ninguna objeción como en antaño, obedeció.

Poco a poco fueron dejando el pueblo atrás mientras la polvareda se levantaba como cubriendo las huellas de su huida. Todo iba bien, faltaba poco para que cruzaran los límites que gobernaban ejército, guerrilla y paramilitares, cuando, de repente, un retén del ejército se divisó a lo lejos. El ayudante del bus entró rápidamente y les gritó a los pasajeros que había retén y que hicieran lo que les pidieran.

Una mujer que estaba al lado de la mamá de John la miró frente a frente y como si tuviese algo atorado en la garganta le dijo con fuerza: —¡No vaya a dejar que se le lleven al muchacho, porque, no lo va a volver a ver! Eso es lo que ellos hacen siempre. Se los llevan, los desaparecen y luego dicen que eran guerrilleros.

La mamá de John sintió morir cuando vio el rostro de muerto de su hijo. El bus se detuvo, un hombre con uniforme subió y les pidió conservar su puesto. Caminó hasta el fondo, luego se asomó por la ventana y le hizo señas con las manos a sus compañeros. Inmediatamente subieron dos soldados más y gritaron con furia que los cinco muchachos que allí estaban, entre ellos John, se tenían que bajar del vehículo, mientras, el resto de pasajeros esperaran sentados.

John agarró la mano de su madre y balbuceando le dijo que lo perdonara. La mamá de John le sujetó la mano al primer uniformado, suplicándole que no se llevara a su hijo, pero, el hombre la apartó con violencia.

La mamá de John se bajó del bus mientras los soldados le gritaban que regresara al puesto. La mujer detrás del comandante vio cómo metían a los cinco muchachos a una carpa. Con un llanto desgarrador y de rodillas frente al grupo de soldados, la mamá de John comenzó a gritar que le devolvieran a su muchacho, que era bueno, que no le había hecho nada malo a nadie.

El comandante le ordenó al bus que arrancara y gritándole todo tipo de improperios en el rostro a la mamá de John, le dijo que todos decían lo mismo, que regresara al bus, porque, la iban a dejar y el no respondía y que su hijo guerrillero tenía que responder por sus actos.

Las palabras del militar aumentaron el horror que sentía la mamá de John quien, frente a la mirada atónita de militares y pasajeros, lanzó un bramido como el de una bestia herida. De sus entrañas salió un rugido tan fuerte que estremeció al inmenso llano; firme y sin soltar las botas del comandante, le suplicó como una niña a su padre maltratador que por favor soltara a su hijo. John observaba a su madre, sudaba frío y temblaba, no tenía fuerzas, su rostro pálido y lleno de lágrimas evidenciaban su destino.

Entonces, ocurrió lo inimaginable, los pasajeros del autobús se unieron a la súplica, gritaban que soltaran al muchacho, que como decía su madre, era bueno, que tuvieran compasión con la mujer.

Finalmente, y como si se tratase de un acto divino, el militar levantó la cabeza e hizo señas para que trajeran al muchacho. John y su madre corrieron entre tropiezos y una vez se encontraron, de rodillas sobre el camino de piedra y lodo seco, lloraron abrazados como si llevasen años sin verse, como si sus almas les hubiese regresado al cuerpo.

Los subalternos del militar los levantaron del suelo y llevándolos a empujones los subieron al bus. El conductor aceleró mientras los otros cuatro jóvenes miraban con desconsuelo, porque, para ellos no hubo una madre que los llorara, que peleara por sus vidas; para ellos y para muchos jóvenes más, no hubo un ejército colombiano que los protegiera.

Esta historia sucedió muchos años antes de que los mal llamados falsos positivos salieran a la luz pública. En ese entonces, sólo se comentaba el delito que el glorioso ejército de Colombia cometía, mas, no había denuncias de ninguna índole.

Por lo tanto, es claro, muy claro que esas espantosas prácticas no son nuevas, que Colombia y su gente no tengan memoria es otra cosa. Como sea, si mi madre en esa oportunidad no se hubiese bajado de ese autobús, mi hermano menor estaría muerto, porque… cada cosa que ocurre: ¡Es un Hecho Sam!

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