María Conchita
Como todos los días María Conchita calentó el agua en la tetera y luego alistó el té de manzanilla. Para ella, preparar aquella infusión era todo un ritual y no es una exageración decir que se lo tomaba en serio, ya que, desde poner la mesa hasta echar el agua caliente dentro de la taza que contenía el té, merecía una serie de movimientos que solo ella era capaz de hacer.
Una vez hubo terminado su ritual, se dirigió hacia la sala, se sentó en uno de sus cómodos muebles, tomó la revista Mujer Hoy y comenzó a pasar las páginas de la misma a la espera de escuchar el sonido de la tetera anunciando su etapa final.
En efecto, al cabo de unos diez o quince minutos la tetera anunció que ya era tiempo; sin embargo, para esa ocasión su anunció fue un espantoso bramido que hizo que María Conchita saltara de su puesto.
El grito de terror de la vasija duró aproximadamente un minuto y María Conchita, congelada por el miedo, comenzó a percibir que todo se repetiría de nuevo. Lentamente, el bramido pasó a ser un agónico lamento que puso a la mujer de cincuenta y cinco años a cavilar sobre su vida, sus decisiones, su sexualidad, su familia, sus miedos, el haberse alejado incluso de sus propios hijos y, sobre todo, la razón por la cual estaba sola desde hacía ya tanto tiempo y de lo que le faltaba para partir de este mundo en completa soledad.
Cuando por fin desapareció el lamento, María Conchita se levantó y caminó hacia la cocina. Sabía que lo acaecido era solo la señal de lo que se venía año tras año sin que ella lo pudiera evitar. Entonces, escuchó otro ruido, esta vez sí que lo conocía porque era precisamente la confirmación de que todo volvía a empezar.
Cuando María Conchita entró a la cocina evidenció que el nuevo ruido golpeaba con violencia la ventana que estaba ubicada al fondo de aquel lugar en donde llevaba a cabo su ritual. La tetera parecía estar muerta; María conchita caminó lentamente por el lugar mirando atentamente la tetera. Una vez llegó a la ventana, con las manos temblorosas tomó la cortina y lentamente la corrió hacía un lado; fue en ese momento, en ese espantoso momento que las vio. Eran ellas, habían regresado como lo hacían en todos los inviernos. Estaban ahí para recordarle que su soledad no era más que una máscara, que su vida era realmente miserable, aunque le dijera al mundo lo contrario, que todo estaba relacionado con su incapacidad de sanar sus heridas de infancia.
María Conchita quiso retroceder, pero no pudo, estaba inmóvil, mirando con horror a las escarchas de nieve que, jugando a la ronda, se estrellaban con violencia en los cristales de la ventana y luego se echaban a reír.
La mujer quería gritar, quería pedirles que se fueran y que no regresaran nunca más, pero, ya era demasiado tarde. Las escarchas de nieve detuvieron, la miraron con una risa burlona en lo que parecía eran sus labios blancos y luego, gritando al mismo tiempo le dijeron a María Conchita que no se pensaban marchar, para después comenzar a estrellarse con más furia sobre el cristal, como si quisieran entrar a la casa y arrancarle de una vez por todas la vida a la única mujer que podía verlas, escucharlas y hasta discutir con ellas en medio de su aterradora soledad.