Opinión

Sin pies ni manos: una lección de vida en medio de la derrota del Tolima

Germán Niño

Germán Niño

Economista y Bloguero.

Anoche, en el Aeropuerto Internacional Benito Juárez de la Ciudad de México, la espera en los mostradores de Avianca se había prolongado más de lo razonable. Los empleados no llegaban, la fila crecía y la impaciencia empezaba a sentirse en gestos, miradas y silencios tensos. Fue entonces cuando apareció un hombre sin brazos ni piernas.

Usaba prótesis delgadas en las piernas, que terminaban en unos tenis comunes. En los brazos llevaba manos artificiales con dedos articulados. Nada en su presencia parecía reclamar atención. Al contrario: se movía con una naturalidad que hacía olvidar, por momentos, la excepcionalidad de su cuerpo, como si aquella forma de estar en el mundo hubiese sido ya aceptada y resuelta.

Pensé que viajaba solo. Mi esposa, que estaba delante de mí, le cedió el turno. Él avanzó. Detrás suyo avanzaron otros. Durante unos segundos creí asistir a una escena conocida: la de quienes se aprovechan del desconcierto ajeno para colarse. Estuve a punto de decir algo. La molestia, en esos espacios cerrados y cansados, suele aparecer rápido.

Fue entonces cuando entendí que viajaba con su familia. Sin que mediara explicación alguna, los pasajeros le abrimos paso. No fue un acto deliberado ni heroico, sino un reflejo. Él siguió avanzando sin prisa, sereno, consciente —sin énfasis ni arrogancia— de la autoridad silenciosa que su presencia imponía.

Ya en el mostrador, la situación quedó clara: una esposa algo más joven, un muchacho que no llegaba a los veinte años y una niña de unos doce, con un leve síndrome de Down. No había desorden ni dramatismo. Había rutina. Había método. Había alguien que sabía exactamente qué hacer.

Fue él quien condujo todo el proceso de embarque. Ordenó documentos, atendió turnos, dio indicaciones. Nadie lo asistía. Nadie lo guiaba. Era evidente que estaba a cargo. No por imposición, sino por costumbre. Por la clase de costumbre que se adquiere cuando se ha tenido que reconstruir la vida desde un punto muy bajo.

En medio del ruido del aeropuerto y de la impaciencia acumulada, su figura imponía una calma sobria. No vi en él una historia de pérdida, sino de restitución: la de alguien que, aun habiéndolo perdido casi todo, seguía avanzando con fe en la vida.

Mientras tanto, un importante partido se jugaba lejos, en Barranquilla. Durante el trayecto al aeropuerto no logré sintonizar la transmisión. Me enteré por mensajes: primero el uno a cero, luego el segundo, dos minutos después el tercero. El tráfico, la espera y la imposibilidad de escuchar el partido volvieron la derrota del Tolima algo abstracto, casi irreal.

Más tarde supe que, en el Estadio Metropolitano, el Atlético Junior había destrozado al Deportes Tolima en el primer partido de la final del campeonato colombiano, dejando la serie prácticamente sentenciada desde la primera noche. Tres a cero al término del primer tiempo. Un marcador que no solo cerraba un partido, sino que empezaba a desarmar, sin contemplaciones, las ilusiones de millones de tolimenses.

Pensé entonces que esa tristeza —la deportiva— no era nada frente a lo que aquel hombre del aeropuerto había debido atravesar en su vida. Y, sin embargo, también pensé que no existen prótesis capaces de reparar la frustración íntima de una derrota así. El fútbol, aunque no sea la vida, se le parece a veces demasiado.

Queda una posibilidad remota de recuperación el martes 16, en el Murillo Toro. Todas las estadísticas están en contra del Tolima. No recuerdo precedentes de una remontada semejante en una final de este tipo. La razón, los números y la historia dicen que está casi todo dicho.

Estamos sin pies y sin manos, como lo estuvo aquel hombre del aeropuerto. La diferencia es que él encontró la forma de seguir adelante, de reorganizar su cuerpo y su vida, de hacerse cargo otra vez. Falta saber si el Deportes Tolima será capaz de hacer lo mismo y torcer, contra toda evidencia, las estadísticas y la historia.

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