La bruja
Vertió la mujer un líquido viscoso en la tasa de café de su marido. Luego, puso bastante azúcar para disimular el sabor amargo del brebaje y, como sabía que al convaleciente hombre le gustaba la leche en el café, le puso la cantidad necesaria para que este la encontrara agradable.
Luego, preparó los huevos revueltos y allí puso nuevamente un brebaje, está vez con saborcillo dulce y agregó sal para cortar un poco el aroma; no quería por nada del mundo que se levantara alguna sospecha, de lo contrario, perdería tantos y tantos años de dedicación a embrujar a su marido para que por medio de este hechizo muriera de una vez por todas.
Preparó panqueques y los bañó con miel de maple. Así, si su marido preguntaba por el sabor dulce de los huevos, tendría la excusa perfecta, aduciendo que a lo mejor había aplicado algo del dulce a los mismos.
Dejó la mesa servida, se dirigió a la recámara y se encontró con que su esposo aún dormía. Entonces, sacó de debajo de la cama un muñeco hecho en paja el cual llevaba como cabeza la fotografía del moribundo hombre y cuyo cuerpo estaba lleno de alfileres. Lo tomó con delicadeza y agregó otro alfiler.
Se levantó lentamente del suelo y clavó su mirada en la miseria del hombre que la había sacado de su vida de pobreza años atrás. Giró la cabeza lentamente y sonrió. El hombre se retorcía de dolor, parecía que estaba sufriendo una horrible pesadilla. Así permaneció más de diez minutos, imaginando la muerte de su marido, recibiendo su fortuna, durmiendo en esa misma cama con su amante.
La bruja suspiró y dejó salir una sonrisa de victoria. Nadie podría imaginar que en pleno siglo de las tecnologías pudiese llegar a existir una empresa tan perfecta como la que ella había montado. Nadie, ni siquiera los médicos, ni los científicos, mucho menos la policía podría llegar a sospechar de tan perfecto plan. Matar a su marido a punta de brebajes y conjuros satánicos era, según ella, una obra maestra que no podría ser superada, al menos no en este siglo.
Regresó a la mesa, tomó el desayuno sobre la bandeja con ambas manos, caminó lentamente hacía la habitación del moribundo, entró, descargó la bandeja sobre la mesa de noche, dio media vuelta, cerró la puerta de la recámara, regresó a la cama, corrió una silla junto a la misma, se sentó al tiempo que sacaba un rosario con la cruz invertida y una vez estuvo cómoda, recitó una oración en lo que podría decirse era hebreo o tal vez arameo, y una vez hubo terminado la oración, espero, espero con su mirada sobre el convaleciente, con los dientes apretados y un ademan de desprecio, rogando a todos sus diantres por el milagro que hacía ya quince años esperaba y que, por alguna razón, no se le concedía.