La mejor madre del mundo

Cuando Esperanza llegó a lo que en nuestro país podríamos llamar como: (ancianato) le advirtieron que Madame Lucille tenía una tendencia a encender la alarma de incendios. Esperanza, respondió con su francés fluido que no había problema, que ella estaría atenta a todos los movimientos de Madame Lucille durante su jornada.
A diferencia de las residencias de ancianos que conocemos en nuestros países latinoamericanos, este lugar, como muchos otros, contaba con las más exquisitas comodidades que un anciano puede llegar a tener o, al menos eso es lo que muchos creen aquí en el paraíso, tanto los que se internan a voluntad como los que son llevados porque ya no tienen espacio en la familia.
Habitaciones de lujo, hermosos corredores, salas de juegos, comida de la más alta gama entre otras cosas, causaron un poco de asombro en Esperanza que, aunque acostumbrada a su labor, no dejaba de sorprenderse cada vez que conocía un nuevo lugar.
Cuando Esperanza entró a la habitación de Madame Lucille la encontró dormida. Así que aprovechó para perderse en la lectura de una de sus novelas románticas favoritas. La inmersión en aquella lectura fue tan profunda que Esperanza no pudo advertir que Madame Lucille la observaba desde hacía quince minutos.
Grande fue la sorpresa de Esperanza cuando escuchó un saludo en un francés bastante refinado, diferente al francés vulgar que utilizan cientos de nacionales. Esperanza se presentó y ofreció disculpas a Madame Lucille, a lo que está respondió que no había problema.
Luego, la anciana guardó silencio, agachó la mirada y murmuró algo que Esperanza no pudo entender. Al interrogarla, Madame Lucille levantó la mirada y sonrió, para después decirle que ella sabía de donde venía su nombre, su verdadero nombre, que era una mezcla del persa, el griego y eslavo y que en todos ellos significaba: Esperanza.
Esperanza se sorprendió, se suponía que Madame Lucille tenía demencia senil y que no podía cavilar sobre esas cosas. De repente, Madame Lucille cambió la mirada y le preguntó que si ella sabía a qué horas regresaba su esposo, que tenía muchas ganas de verlo.
Fue así como comenzó una jornada bastante particular, llena de ocurrencias que iban desde la confesión de la anciana de no querer echar a la calle a sus empleados, hasta la conformación de una conferencia de última hora en donde Madame Lucille necesitaba decirles a todos sus socios que era necesario generar nuevas estrategias comerciales por el bien de la compañía.
Esperanza le llevaba la idea en todo, la llevó a caminar por el lugar, la escucha atentamente y la invitaba a pensar en otra cosa cuando por casualidad cerca a la alarma de incendios. A veces, Madame Lucille se mostraba tan lúcida que hacía dudar a Esperanza del estado mental de la anciana.
Así fue, justo cuando la jornada de Esperanza estaba llegando a su final y en el momento exacto cuando iban de regreso a la habitación, después de cenar, Madame Lucille tomó de la mano a Esperanza y le dijo:
—¿Tú también crees que estoy loca verdad?
Esperanza la miró con ternura y le respondió que no, que ella pensaba que Madame era una mujer muy inteligente.
Se detuvieron en la puerta de entrada de la habitación en donde había un letrero que decía:
“Aquí duerme la mejor madre del mundo”.
Madame Lucille tomó una postura recta, firme, como si fuese a dar un discurso de esos que, en antaño, solía dar en su compañía. Respiró profundo, estaba lucida, brilla de una manera sorprendente, parecía que había vuelto a rejuvenecer, que era otra mujer; Esperanza la miró atónita, sintió la fuerza de la mano que la sujetaba y por un instante sintió la necesidad de llamar a las enfermeras para decirles que esa mujer no estaba loca.
Antes que pudiera llevar a cabo su intención escuchó a Madame Lucille con una risa sarcástica:
—¿Puedes creer semejante esperpento? ¡Aquí duerme la mejor mamá del mundo y mira que nunca vienen a visitarme!
Esperanza la miró con sus ojos de luna, a lo lejos vio venir a una de las enfermeras. Estaba dispuesta a decirle que era necesario que revisaran el estado mental de Madame Lucille, pero, antes de balbucear alguna palabra, Madame Lucille comenzó a hablar con sus empleados invisibles y con sus socios igual de intangibles, para después pedirle a su nieta Esperanza que le avisara si llegaba su esposo.
La luz de Madame Lucille había desaparecido y Esperanza, dejando salir unas tristes y amorosas lágrimas de sus ojos, comprendió que la anciana, había vuelto a la oscuridad de su mundo o, tal vez, había escapado de la oscuridad de nuestro mundo.