Opinión

Oscar Wilde, la inmortalidad de un genio

Sandra Liliana Pinto Camacho

Sandra Liliana Pinto Camacho

Ingeniera Industrial PUJ & Administradora Hotelera AH&LA

“Mantengo largas conversaciones conmigo mismo, y soy tan inteligente que a veces no entiendo ni una palabra de lo que digo.” O. Wilde

A finales de noviembre se conmemoraron 120 años del fallecimiento de quien ha sido considerado una de las mentes más geniales que ha existido, el escritor Oscar Wilde. Escribió que “lo peor en este mundo no es estar en boca de los demás, sino no estar en boca de nadie” y en sus 46 años de vida se aseguró de cumplirlo, no pasando desapercibido para nada, lo que lo llevó desde los más altos niveles de la sociedad londinense a sus más oscuras e infernales cárceles.

Tras formarse en Oxford, el autor de “El Retrato de Dorian Gray” regresó a Dublín, donde se enamoró perdidamente de una joven de extraordinaria belleza llamada Florence Balcombe. La relación con ella no solo fracasó, sino que ella terminó casándose con un amigo suyo desde sus tiempos de estudiante, Bram Stoker, quien se convertiría en otro de los mejores escritores de Irlanda siendo su principal obra la memorable “Drácula”.

Tras una gira por Estados Unidos en la que empezaba a consagrar su éxito a nivel mundial, Wilde decide casarse en 1884 con Constance Loyd, una mujer muy inteligente pero extraordinariamente tímida con la que llegó a tener dos hijos, Cyril y Vyvyan. Su compromiso matrimonial duró poco especialmente debido a que Wilde se encontraba en una búsqueda personal que lo llevaba a querer experimentarlo todo, “la tentación es lo único que no puedo contener”.

Su singular forma de vestir no dejaba indiferente a nadie. En invierno se paseaba con un abrigo de pieles y un sombrero blando de ala ancha. En verano lucía chalina verde o carmesí con una gran flor en el ojal, chaqueta de terciopelo, camisa con chorrera, calzón corto, medias de seda y zapatos de charol con hebillas de plata. Encantado de representar el papel de artista excéntrico y genial, su presencia en fiestas y actos culturales de todo tipo resultaba, por aquel entonces, imprescindible.

Oscar Wilde y Lord Alfred Douglas “Bosie”

En julio de 1891 y durante el transcurso de una velada literaria celebrada en su residencia londinense de Tite Street, su amigo Lionel Johnson le presentó a un apuesto y prometedor poeta de veintidós años llamado Lord Alfred Douglas, conocido por sus amistades como “Bosie” quien, además, era el tercer hijo del Marqués de Queensberry.

Aunque al poco tiempo de conocerse eran ya inseparables, la amistad entre ambos no despertó las sospechas de nadie. Como la gran mayoría de hombres de la época, Wilde estaba casado, pero tenía la costumbre de pasar la mayor parte del tiempo en compañía masculina. Incluso su mujer, Constance, afirmaba que Lord Alfred Douglas era el que mejor le caía de los amigos de su esposo. Tan solo una persona receló desde el principio aquella estrecha amistad: el Marqués de Queensberry.

Sin embargo, al poco tiempo, los rumores respecto a esta cercana amistad comenzaron a surgir. Cuando en 1893 se publicó la novela homoerótica “Teleny” su autoría se desconocía, hasta que, finalmente, se le atribuyó a Oscar Wilde. “Teleny” relata el amorío entre dos jóvenes cargado de explícitas escenas eróticas mostrando un fiel reflejo de las condiciones de la homosexualidad en esta época victoriana, levantando suspicacias particularmente en el padre de Bosie.

Preocupado por su imagen pública, suficientemente dañada tras las sospechas de que otro de sus hijos mantenía una relación homosexual con el ministro de Asuntos Exteriores de la época, Queensberry amenazó a Bosie con dejarle sin asignación si su amistad con Wilde no cesaba de inmediato. Ante la negativa del joven, el marqués decidió seguirles por diversos hoteles y restaurantes que sabía que frecuentaban, advirtiéndoles que haría un escándalo si los encontraba juntos.

Wilde no se preocupaba por ocultar ni este ni ninguno de sus otros romances. Alguna vez le preguntaron cuántos amigos tenía porque siempre se lo veía rodeado de mucha gente: “No tengo amigos; tengo amantes”, respondió. Buscaba escandalizar, divertirse, reírse de las rígidas costumbres. Urdió un personaje que combinaba el encanto con la provocación al que nunca le faltaba una frase brillante: “Jamás viajo sin mi diario: siempre hay que tener algo sensacional para leer en el tren”.

El 18 de febrero de 1895, el marqués dejó en el Albemarle Club una nota dirigida al novelista que tan solo decía: “Para Oscar Wilde, ostentoso sodomita”. El autor no leyó la nota hasta diez días después, pero cuando lo hizo, muy ofendido fue a ver al abogado Charles Humphreys para pedirle que le ayudara a demandar a Queensberry.

Acto seguido, Wilde y su abogado se dirigieron al tribunal de primera instancia de Great Marlborough Street para solicitar una orden de detención. A la mañana siguiente, Queensberry era arrestado.

Aunque, tras un corto juicio éste fue liberado, su obsesión por desenmascarar la impudorosa relación de su hijo hizo que contratara un detective que buscara pruebas que justificaran su acusación contra Wilde. Mientras tanto, éste y Bosie, confiados, decidieron concederse una semana de descanso y champán en Montecarlo. Algunos años más tarde, en su obra “De profundis”, Wilde reconocería: “Debería haberme quedado en Londres, aceptando los consejos más prudentes y considerando con calma la espantosa trampa en la que me había dejado atrapar”.

Utilizando las amplias pruebas recogidas contra el artista, los abogados del marqués acusaron a Wilde públicamente de mantener una relación con su hijo, comprobándolo con un desfile de testigos ante el tribunal constituido principalmente de prostitutos y chantajistas, así como de personal que trabajaba en los hoteles que habían utilizado.

Tras tres horas de deliberación, el jurado declaró a Oscar Fingal O’Flahertie Wills Wilde culpable de todos los cargos condenándolo a dos años de trabajos forzados en la cárcel de Reading por el delito de “indecencia grave”. A los pocos meses de ser puesto en libertad, fallece su mujer, y él, tras un pequeño periplo por Europa, termina falleciendo en París a causa de una meningitis tres años más tarde.

Aunque se dice que Oscar Wilde nunca hacía daño a nadie, como lo expresó ingeniosamente en alguna ocasión “Como mala persona, soy un completo desastre”, los últimos años de su vida estuvieron marcados por la fragilidad económica, los quebrantos de salud, los problemas derivados de su afición a la bebida y un acercamiento de última hora al catolicismo.

Su vida, la cual ha quedado inmortalizada en sus obras, es un elogio a la excentricidad, a la unicidad, a la originalidad, lo cual constituye un homenaje a quienes se atreven a ser, pensar o actuar de manera diferente, enviándoles desde su centenaria tumba el mejor de los consejos: “Sé tú mismo, el resto de los papeles ya están cogidos”.

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