Una época propicia
Contesto y es la policía. Entonces intento adivinar: se trata de mi hijo. Bajó del apartamento a botar la basura y salió de la unidad a la calle, a dar una vuelta, a qué sé yo, en tiempos de confinamiento. Es
grave, pienso. “Qué pena que le diga esto pero es culpa suya. Él es un menor de edad y está bajo su responsabilidad que respete el aislamiento. Lo esperamos en la estación”, y me da las señales inequívocas de ese frío bunker gris.
Debí poner lo anterior entre comillas. Todo es mentira. Porque justo ahora mi hijo descansa de su larga jornada de clases virtuales jugando algo en línea con sus amigos. Escucho que ríe, grita, habla pero en realidad en su cuarto no hay nadie. Le pregunto cómo se llama el juego, me dice algo pero quedo en las mismas. Mejor sigo comiendo gelatina.
Mejor digo lo que en realidad vengo pensado:
Estos confinamientos juveniles hubieran sido impensables hace 20 ó 30 años. Es más: creo que sin Internet ni redes sociales la reacción mundial ante la pandemia hubiera sido definitivamente menos unánime; menos totalitaria; menos miedosa, quizá. Y si esto hubiese pasado hace dos o tres décadas, yo andaría en la calle, jugando en el parque con mis compinches luego de regresar de mi colegio, después de las tareas a punta de lectura enciclopédica y de escritura en memorables reuniones grupales.
La nuestra es una época propicia para el confinamiento: el encierro mediático otorga la sedante sensación de seguridad y profilaxis. Ahora nos libramos de la calle y del sudor y del aliento del otro. La dimensión lúdica de los juegos en línea anula esa concreta humanidad de quien jugaba de tú a tú, y nos instala en una compleja telaraña sin arañas que no entiendo.
Digo que hace 20 ó 30 años el asunto hubiera sido a otro precio.
Frases como “Aislamiento Social Inteligente” o “Confinamiento Obligatorio” tienen enorme fortuna hoy gracias a la pandemiología desatada en las redes sociales. En nuestra época, todo se hubiera reducido a una “fuerte gripe” de la que estarían informando a medias los periódicos y los dos o tres noticieros de televisión. Tampoco sería apabullante el acecho de las “enfermedades preexistentes”, pues entonces el número de gente con diabetes, hipertensión, cáncer o riesgos cardiovasculares era mucho menor. La verdad es que nuestro tiempo ofrece una época propicia para la enfermedad, pues de ella viven las industrias cada vez más rampantes y letales de la carne, del azúcar y de las farmacéuticas.
Desde luego que si en 1987 me hubieran dicho: “Tienes que guardarte en tu cuarto porque esa gripe que anda es bien fuerte”, yo hubiera pensado en un libro o en una película. Hoy todas las distopías han empezado a actualizarse, tan de verdad como son en los mundos posibles. Hoy ha muerto el juego. Hoy todo es más extraño que la ficción.
A sus 15 años mi hijo ha visto un mundo de paro indefinido, de toques de queda, de pandemia y de confinamiento. En su caso serán más de 60 días de encierro sin ver la luz del mundo: sin ir a su colegio; sin montar en bicicleta; sin nada y con todo a la vez. Como él, yo, usted, aquel, ella, estamos atrapados en un juego en línea cuyo nombre no entiendo y que además prefiero desconocer.