Unibagué, florecerás en la eternidad
Hay lugares que no solo enseñan, sino que despiertan el alma. Lugares donde el tiempo parece detenerse entre las hojas de los árboles, donde cada aula guarda un suspiro, una risa, un sueño. La Universidad de Ibagué no nació solo de la educación: nació del anhelo de transformar el destino de una tierra que siempre ha tenido música, historia y corazón.
Caminar por sus senderos es como escuchar una canción antigua que sigue viva en cada paso. Son más de cuarenta años de historias que se entrelazan con el aroma del café, con las risas que rebotan en los pasillos y con esa brisa suave que parece susurrar nombres de quienes un día creyeron en la fuerza del conocimiento. Aquí, el aprendizaje tiene raíces, y florece cada mañana con los primeros rayos de sol sobre Ambalá.
Su historia comenzó el 27 de agosto de 1980, cuando un grupo de soñadores decidió sembrar futuro. En las oficinas de Santiago Meñaca Castillo, un hombre de mirada serena y convicciones firmes, se gestó la idea de una universidad que perteneciera al Tolima. Lo acompañaron Eduardo de León Caicedo, Roberto Mejía Caicedo, Néstor Hernando Parra Escobar, José Ossorio Bedoya y Leonidas López Herrán. No buscaban monumentos ni aplausos: querían dejar un legado invisible pero eterno.
Veintidós personas naturales y dos jurídicas firmaron aquel pacto de esperanza. Decidieron que ningún edificio llevaría su nombre, porque esta universidad no tendría dueños: sería de todos. En ese gesto humilde nació su mayor grandeza. La educación, pensaron, debía ser un bien común, un acto de amor al territorio.
El 11 de febrero de 1981, el sueño recibió su primer aliento: el Ministerio de Educación Nacional otorgó la personería jurídica mediante la Resolución 1867. Y, pocos meses después, el 17 de agosto, las puertas se abrieron para 338 estudiantes pioneros. Llegaron con miedo, sí, pero también con el brillo de quien sabe que está construyendo historia con sus propias manos.
Las primeras clases se dictaron en el Colegio Comfenalco, mientras las oficinas funcionaban en el Banco de Bogotá. Eran días de entusiasmo y desvelo, donde cada cuaderno olía a esperanza y cada profesor era también un constructor. Había poco, pero bastaba: bastaba la fe en que algo grande estaba naciendo.
Los primeros programas, Ingeniería Industrial, Administración Financiera, Contaduría Pública y Mercadotecnia, fueron los cimientos de un sueño regional: formar líderes que pensaran con la cabeza, pero también con el corazón.
En 1982, gracias a la unión de voluntades, se adquirió un terreno en el barrio Ambalá. Allí, entre colinas y guayacanes, la universidad levantó su propio hogar. Los primeros ladrillos no solo construyeron un edificio, sino una promesa.
Con los años, la institución floreció. Nuevas carreras, nuevas voces, nuevas generaciones que llegaron con la ilusión intacta. En 2003, el Ministerio de Educación reconoció oficialmente a la Universidad de Ibagué, y con ese nombre vino una identidad más firme, más profunda, más humana.
El reconocimiento a su esfuerzo no tardó. En 2019, obtuvo la Acreditación Institucional de Alta Calidad, confirmando lo que siempre se supo: que en Unibagué no solo se enseña, se transforma la vida. Detrás de cada clase, hay un propósito; detrás de cada estudiante, una historia de lucha y esperanza.
Hoy, más de 5.300 estudiantes caminan sus senderos, la mayoría provenientes de los estratos más humildes del Tolima. Aquí encuentran no solo aulas, sino refugio. Los acompañan 324 docentes y 252 colaboradores, todos movidos por la misma fe: que el conocimiento puede ser una forma de amor.
Proyectos como Paz y Región, Liderazgo y Avancemos han llevado esa esencia más allá del campus. Han tocado las veredas, las montañas, los pueblos donde la educación es un sueño escaso. La Universidad de Ibagué no enseña para alejarse, sino para quedarse y transformar.
En su historia, varios rectores han guiado este viaje. Desde Camilo Polanco Torres, el primero, hasta Gloria Piedad Barreto, quien hoy mantiene vivo el espíritu de aquellos fundadores. También dejaron huella Hans-Peter Knudsen y Leonidas López Herrán, guardianes del ideal de formar con ética y con ternura. Cada uno añadió su nota a esta sinfonía universitaria.
Hoy, quien recorre el campus siente una calma que abraza. Los árboles son centinelas del tiempo; el viento, un mensajero de memorias. En cada banco florecen ideas; en cada aula, el futuro. El lago, silencioso y fiel, guarda los secretos de miles de jóvenes que alguna vez soñaron frente a su reflejo.
La Universidad de Ibagué es más que un lugar: es un pulso que late con el ritmo del Tolima. Aquí se aprenden fórmulas, teorías, conceptos, pero también se aprende a ser humano. A mirar al otro con empatía, a creer en el poder de servir.
Más de 16.900 egresados han llevado su nombre a distintos lugares del mundo. Cada uno lleva un pedacito del alma universitaria consigo, un eco que dice: “allí comenzó todo”.
Cuarenta y cuatro años después, el sueño sigue intacto. Este es un lugar sin dueños, pero con corazón. Un hogar donde el conocimiento florece, donde los guayacanes enseñan paciencia y los atardeceres recuerdan que el Tolima tiene futuro.
A veces, cuando cae la tarde, me siento en las escaleras de Comunicación y dejo que el viento me despeine los pensamientos. Pienso en todo lo que he aprendido aquí: que el éxito no se mide en títulos, sino en lo que uno llega a comprender de sí mismo.
He visto a mis compañeros abrazarse después de una entrega, llorar de orgullo, reír de cansancio. Aquí aprendí que estudiar también es amar, y que el conocimiento aunque no haya nacido aqui, puede tener acento tolimense.
Cuando el cielo se tiñe de naranja y los pájaros se posan sobre los techos, el campus respira junto a nosotros.
Porque más que una universidad, la Unibagué es un camino, un latido que queda para siempre en nuestra alma.
Un recordatorio vivo de que el Tolima no solo tiene historia, sino un mañana que ya empezó a escribirse y que cada corazon que transito por estos pasillos, sera indeleble en la eternidad.
Gracias Unibague.





