«Mi tía Gilma»

Las luces del teatro Cosford, de la Universidad de Miami, en Coral Gables, se prendieron en medio de un sonoro aplauso acompañado de las lágrimas de muchos de los que allí estábamos. Era la presentación de la película venezolana «Mi tía Gilma», una producción que refleja una realidad que nunca debió haber existido.
En estos tiempos modernos, de la Inteligencia Artificial, crear un mundo perfecto parece tan, pero tan fácil que hasta el propio presidente de Estados Unidos, Donald Trump, mostró en su perfil de «Truth», su red social, las imágenes que parece idealizar de lo que debería ser la Franja de Gaza. Un mundo brillante y perfecto al alcance de solo unos pocos privilegiados.
Paradójicamente, lo difícil hoy en día parece ser mostrar la realidad que nos abruma. Las redes sociales desdibujaron lo que somos. Basta entrar a Instagram para descubrir el mundo material que todos queremos: el carro ideal, la casa ideal, la ropa ideal, la pareja ideal, por mencionar algunos aspectos de ese mundo que solo existe allí, en las redes sociales.
Descubrir el lugar en el que realmente vivimos no debería asustarnos. Preocuparnos sí, asustarnos no.
Eso fue lo que lograron la directora Alexandra Henao y la productora ejecutiva Constanza Profeta. En poco menos de hora y media nos sumergen en la caótica, absurda y dantesca realidad de un hospital en la Caracas de hoy en día.
Las calles de «La sultana del Ávila», como se le conoce a la capital venezolana, se dibujan en el largometraje, presentando un panorama desolado, de pobreza y hambre que pasa desapercibido en las otras capitales de América, y que solo nos atropella nuestra realidad cuando nos cruzamos a alguna familia venezolana pidiendo una moneda, un pedazo de pan. Y mientras solo quieren algo para comer muchos de nosotros desviamos nuestras miradas para evitar que un latigazo de remordimiento nos recorra la espalda mientras nos recuerda que somos bendecidos: nuestro país no es Venezuela. Pero no nos equivoquemos. En este planeta del absurdo cualquier cosa puede pasar. Basta con entender que hace tan solo 30 años, casi que a la vuelta de la esquina, Caracas y el resto de Venezuela eran miradas con envidia por naciones que hoy soy azotadas por la xenofobia al ver sus calles inundadas de hermanos venezolanos que solo buscan, más que un mundo mejor, tan solo una posibilidad de sobrevivir.
¡Que fácil olvidamos! Por décadas aquella Venezuela paradisíaca acogió a ciudadanos del mundo. Yo mismo viví dos veces en Venezuela, convirtiendo a Caracas en un hogar lleno de oportunidades.
Se los dije a Alexandra y a Constanza al terminar la película, en medio de una pequeña y agradable tertulia que se formó: por décadas muchos encontramos en Venezuela las bendiciones que hoy parecen negarles en muchos rincones a los hijos de esa gran nación.
Los colombianos olvidamos que por años escapamos de la guerra sangrienta del narcotráfico; los chilenos huyeron de las caravanas de la muerte de la dictadura; los peruanos abandonaron sus fronteras en los 80 por cuenta del terrorismo de Sendero Luminoso. Y así, cada país esconde bajo la alfombra sus propios demonios para que sus habitantes olvidemos que en algún momento de nuestras historias tuvimos que escapar.
Para entenderlo hay que vivirlo. Me atrevo a decir que más del 90 por ciento de quienes estábamos en aquel teatro de Miami éramos inmigrantes. Hemos vivido en carne propia el abandonar el calor de nuestros hogares para luchar más allá de nuestras fronteras y anhelar regresar algún día.
No es una película exclusiva para venezolanos, es una historia universal que puede reflejar el hambre y el dolor que hoy también viven los sirios, los ucranianos o los palestinos. Es una película que nos recuerda el dolor de la humanidad a lo largo de su historia y que parecemos negados a transformarlo.
Sean estas líneas la oportunidad para felicitar y agradecer a Alexandra Henao, a Constanza Profeta y a todo el equipo de «Mi tía Gilma», por presentarnos esta película que retrata dolorosamente bien una descarnada realidad que sigue consumiendo a los venezolanos.
Sea esta la invitación para que vean la película y se sumen a un grito solidario para que los venezolanos, entre quienes cuento a tantos amigos, entiendan que no están solos.
No tienen por qué estarlo. Todos somos responsables, por acción u omisión. Nuestro silencio se vuelve cómplice cuando desviamos la mirada para impedir que un venezolano —o de cualquier otra nacionalidad— que necesita ayuda, nos perturbe esa realidad perfecta que hemos construido en nuestras redes sociales y que al final refleja solo unos instantes de esas vidas en las que luchamos a diario por seguir adelante.
No, Venezuela no puede estar sola.