Cultura

Narrativa infernal

Luis Carlos Rojas García

Luis Carlos Rojas García

Escritor

Cómo lo voy a olvidar, la primera vez que lo hablamos fue en nuestra primera cita, esperando el metro en el subterráneo. Ella se mostró un poco contrariada y hasta apenada cuando le pregunté qué si alguna vez había practicado magia negra o hechicería; me miró con sus ojos de Luna llena, cómo intuyendo que yo algo sabía.

—¿Por qué me estás preguntando eso? Es nuestra primera cita ¿Y de verdad me preguntas esa clase de cosas?

Sentí el rojo en mis mejillas, yo solo estaba bromeando, pero para ese instante la vergüenza no me dejó responder, sabía que lo había arruinado, que tenía ante mí a la chica más hermosa que hubiese podido conocer y que por dármelas de bromista, no la volvería a ver. Intenté tartamudear un discúlpame, pero, mi vocalización me hizo sonar como un verdadero retrasado mental.

Ella agachó la mirada y vi cómo de uno de sus ojos salía una lágrima y era como el hilo dorado de las películas; para ese instante la estación del metro estaba completamente vacía, solo éramos ella y yo.

¡Cuánta dulzura había en aquella mujer! Su piel blanca cómo la nieve, su cabello negro cómo la noche más oscura, sus labios rojos como la manzana más dulce y su cuerpo cubierto de un luto extraño dejaba ver la sensualidad más abrumadora que cualquier hombre desearía tener.

Me pregunté entonces por qué lloraba, mi cabeza se convirtió en un océano de dudas; era cierto que mi pregunta era bastante estúpida, pero, tampoco a tal punto de hacer llorar a una mujer como ella, incluso, de causar semejante sentimiento en cualquier ser humano, a no ser, deduje que algo de su pasado hubiese revivido en aquel momento.

Entonces, aproveché el momento para recuperarme y con voz tenue pero segura, le dije tomando suavemente su rostro:

—¡Discúlpame! ¡Me he comportado como un verdadero idiota! De hecho, yo ni siquiera creo en esas cosas, lo que sucede es que el ambiente de la estación del metro es tan lúgubre, que me imaginé que estábamos en una película de esas de terror. En verdad discúlpame, yo ni siquiera creo en esas cosas.

—Pero… ¡Yo sí creo en esas cosas!

Su respuesta me congeló el alma; no sabía si se estaba burlando de mí, si se quería vengar por lo que yo había dicho y mientras cavilaba nuevamente la escuché decir.

—Es muy extraño que hablemos de eso en nuestra primera cita, pero, si después de escuchar lo que te voy a contar quieres seguir hablando conmigo, comprenderé que realmente deseas conocerme tal como soy.

Me contó todo, absolutamente todo, con el más mínimo detalle, como si fuese ella una suerte de narrador omnisciente o la misma creadora de todos los hechos, los espantosos y sangrientos hechos que presenció.

Me contó los secretos más profundos de su madre y sus hermanas, de los hechizos, de los conjuros, de las invocaciones demoníacas, de la manera como destruían a los hombres que no se sometían a sus caprichos y entre más me contaba yo más quería saber.

Comencé a sentirme mucho más atraído por esta inocente pero sensual mujer quien lloraba de manera desgarradora cada vez que me contaba una parte de su tenebrosa historia y cómo les digo, comencé a sentirme no solo atraído por su belleza, por sus palabras, por el movimiento sensual de sus labios, por su mirada que en ocasiones se perdía en el horizonte, sino, además, me volví un adicto a su narrativa espeluznante, era cómo si con cada palabra me inyectara morfina.

sin embargo, el clímax de esta adicción ocurrió días después de nuestro primer encuentro cuando hacíamos el amor y me dijo que si quería escuchar sobre las aterradoras orgias en los aquelarres de su madre y hermanas y en donde por supuesto ella, con su desnudez perfecta, participaba.

Debo confesar que nunca en mi vida había sentido un éxtasis como el que sentí aquella noche mientras mi deliciosa amada narraba los pecados más oscuros que un ser humano haya podido escuchar.

Han pasado ya quince años desde aquel encuentro; quince años sometido a los vejámenes más espantosos que cualquier ser humano haya podido experimentar. Ya ni siquiera puedo decir que soy un hombre. Una y otra vez, como cualquier adicto, le pido, le suplico, que me vuelva a contar esos inicios macabros en el arte de la magia negra y luego me dejo llevar por sus juegos, sus malditos juegos. Le reclamo incluso cuando no me repite las mismas historias y cuando lo hace mi viaje comienza: vuelvo a imaginar que soy una especie de salvador que llega en esos momentos sombríos y rescata a esa pobre niña, a esa pobre adolescente, a esa pobre mujer de las garras del mismísimo diablo.

Bueno, al menos así ha sido hasta hace unos días en que me miré al espejo y sentí vergüenza de mí mismo por haber creído en sus mentiras. Sí, he sido un completo idiota con complejo de salvador y enfrentar esto ha sido mucho más fuerte de lo que pensé y ella lo sabe, sabe que ya no creo en sus historias de víctima, no, no, no.

No le creo simple y llanamente porque me ha contado todo con tanto detalle, pero, no se ha atrevido a confesar que siempre le gustó, siempre era ella la que iniciaba la fiesta macabra. Ella no era una invitada a la fuerza, nunca lo fue; ella era la anfitriona de cada daño, de cada mal, por eso sus ojos brillan y su lujuria se enciende cuando le da rienda suelta a su narrativa infernal.

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