Opinión

Bajo cero

Luis Carlos Rojas García

Luis Carlos Rojas García

Escritor

Recuerdo que hace algunos años existió en la ciudad musical de Colombia un personaje a quien muchos conocieron como “Pata Falsa” y cuyo centro de operaciones, a la hora de pedir dinero, era la quince con tercera, justo al lado de Foto Japón que, por cierto, no sé si aún exista. El asunto es que Pata Falsa, al igual que muchas de las personas que se dedican a pedir dinero, vivía de la caridad de los Ibaguereños.

Ahora bien, cierto día, abordé a este personaje con la intensión de entrevistarlo para hacer una de mis crónicas radiales y, de entrada, me contó que los policías que estaban a su lado lo habían golpeado. Miré lo agentes y me dijeron que era mentira y que observara su pierda izquierda, la cual tenía una herida que él, en su afán de causar lástima, no dejaba de lastimarse una y otra vez para que la gente pudiera ver cómo supuraba sangre y pus.

Sin embargo, Pata Falsa insistió en que había sido golpeado. El asunto quedó en duda ya que para nadie es un secreto que los métodos de la policía no siempre son los correctos. Como sea, la rutina del habitante de la calle continuó hasta que un día, tirado en el suelo de la quince con tercera, dejó de respirar.

Hasta ahí, digamos que el asunto no tiene nada de extraordinario en un mundo sensacionalista en donde la gente se muere en la miseria o asesinada y, desde que no tenga familia o no sea famoso, no pasa nada. No obstante, Pata Falsa pasó largo tiempo en ese lugar antes de que alguien se diera cuenta de su condición. Al final, hicieron el levantamiento, hubo una nota de prensa y ¡Voilà! ¡Pasemos a lambonear al gobernador o al alcalde para que nos de la publicidad!

Tiempo después, se comenzó a escuchar un rumor que, a la fecha, no sé si realmente fue cierto. El asunto era que por las calles de la ciudad se comenzaron a ver nuevos habitantes de la calle y la gente e incluso algunos medios, aseguraban que venían en camiones y que los traían de las ciudades aledañas.

Por supuesto, de las ciudades aledañas decían que Ibagué les llevaba a los miserables en camiones y se los tiraban en las entradas. A la final, todo quedó ahí, un chisme de corrillo más. Pues bien, Pata Falsa y muchos otros, son la prueba fehaciente de una problemática social que compromete tanto a los gobernantes como a la ciudadanía. Sin embargo, a veces es mejor dar la moneda o simplemente pasar de largo.

No obstante, la indigencia es tan antigua como la misma historia de la humanidad, y no es una cosa propia de nuestro país, no; por increíble que parezca en los países del norte ocurre exactamente igual.

Por supuesto los niveles de pobreza y de personas en condición de mendicidad varían dependiendo el país. Por estos lados, por ejemplo, las personas que viven esta penosa situación, no están ligados, por lo general, a factores como el económico o el laboral o incluso al desplazamiento forzado y esas cosas tan “comunes” en nuestro país; por el contrario, los problemas que se ven están íntimamente relacionados con las drogas y los problemas mentales, ya que los gobiernos suelen ser bastante paternalistas y aunque trabajan en el asunto, parece que se necesita poner lupa a la cuestión. Pero, eso no quita el hecho de que la sociedad tiene ese problema.

Ahora bien, en la época en que viví en Bogotá y mientras recorría la ciudad de norte a sur, me sorprendí al encontrar habitantes de la calle haciendo de todo un poco para soportar el frío de la capital. Pensaba en aquel entonces que la vida de estas personas era bastante compleja. Dormir en la calle en Bogotá, aplicándose todo tipo de químicos y consumiendo otros para aguantar la baja temperatura, debe ser bestial, muy distinto al calorcito del Ibagué.

No obstante, y aquí va este cuento. Pensar que en este país del norte alguien pueda vivir en condición de mendicidad en época de invierno con temperaturas de menos diez, quince, veinte y hasta menos grados, es una verdadera locura; aunque, eso no quiere decir que no suceda.

Bajo cero

Serían las tres de la tarde cuando detuve mi vehículo en el parqueadero de una farmacia reconocida de este lugar, ubicada sobre la Rue Victoria de la Ville Saint-Lambert. Bajé del vehículo y entonces lo vi. Frente a mí, un hombre de unos sesenta y algo de años acurrucado a unos metros de distancia de la puerta de la farmacia. Titiritaba de frío. La temperatura a esa hora era de menos once grados. Apenas si llevaba puesto un gorro, una chaqueta, sus guantes rotos y cubierto con una cobija de esas que se utilizan en tierra caliente.  Tan delgada y rota que me permitía ver lo que llevaba puesto. A su lado, un plantón con algunas monedas con imágenes que representan los símbolos del país. Al lado del platón un letrero escrito con gráficos del francés québécois y junto al letrero una pequeña biblia de color azul, de páginas amarillas y corroída a lo mejor por uso y el clima. De repente, un lujoso auto se detuvo en el carril de parqueo, justo al frente del hombre. Del vehículo descendió una mujer casi de la misma edad del desdichado, con la gran diferencia que su vestimenta era la apropiada para la época y el clima y, por supuesto, que sus condiciones económicas era muchos más altas que las del hombre e incluso que las mías.

—Bonjour Monsieur ! Ça va bien ?

Dijo la mujer con una sonrisa en sus labios como si se tratase del mismo sol que, para ese instante, lanzaba unos pequeños rayos de calor al infeliz. El hombre, apenas si pudo responder:

—Ça va…

Ya que su voz desapareció a causa del incontrolable temblor. La mujer entró a la farmacia y al cabo de unos diez o quince minutos salió con varios paquetes, se detuvo frente al hombre y dijo:

— À revoir Monsieur ! Ça va bien aller!

La mujer subió a su lujosa camioneta y se marchó. Entré a la farmacia, reclamé mi paquete y al salir. El hombre seguía ahí. Pensé entonces en cuáles serían los motivos que llevarían a este hombre a vivir tan espantosa situación. Caminé despacio hasta mi vehículo. Por supuesto, no le di dinero, no acostumbro hacerlo, ni aquí ni en mi país, aunque eso no quiere decir que nunca lo haya hecho. Encendí mi vehículo y seguí mi camino. Esa misma noche la temperatura descendió a menos dieciséis grados. Entonces, arropado por el calor de mi vivienda, imaginé que, a lo mejor, aquel hombre guardó la consigna de la mujer cuando le dijo: “Ça va bien aller”, y sí, tal vez, todo iba a estar bien.

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