Ibagué despierta entre acordes

Ibagué despierta lentamente, como si le costará soltar los sueños que guardan las montañas. El sol asoma entre los cerros que la abrazan, y su luz cae sobre los tejados, tiñendo de oro los árboles y las calles empinadas.

La bruma que aún danza en el aire parece un suspiro antiguo, una melodía suspendida sobre los barrios altos. El canto de los pájaros se mezcla con el ruido de los buses que suben por la quinta. Los motores, los saludos, los gritos de los vendedores ambulantes componen una orquesta improvisada.
Porque aquí, en Ibagué, la vida suena. Suena en las bocinas, en las carcajadas de los estudiantes, en las flautas que se escapan de las aulas del Conservatorio.
Cada mañana es un ensayo, una sinfonía que se repite y se renueva, que hace de lo cotidiano una canción interminable. En la plaza de Bolívar, los abuelos ocupan siempre el mismo banco, como si cuidaran el paso del tiempo. Los niños corren tras las palomas, y las palomas, en un acto casi ritual, se elevan en espirales blancas sobre la iglesia.
El reloj marca las ocho y el aire huele a café recién colado. Los vendedores ofrecen empanadas, avena, arepas, y entre palabra y palabra van tejiendo la historia invisible de la ciudad: la del rebusque, la esperanza, el amor que todavía se encuentra en las esquinas.
Caminar por Ibagué es como recorrer un poema lleno de contrastes.Hay calles donde el ruido se vuelve música, y otras donde el silencio parece abrigar. En los barrios del norte, los niños van camino al colegio con el uniforme impecable y el sueño en los ojos.

En el sur, las madres barren las aceras mientras saludan a los vecinos, y los perros se echan al sol sin prisa. Todo ocurre a su ritmo, sin exageraciones, con esa calma que solo tienen las ciudades que han aprendido a vivir sin olvidar de dónde vienen.
El mediodía cae con su fuego habitual. El sol cae a plomo sobre los techos, el viento se esconde y la ciudad se queda quieta, como si toda respirara al mismo tiempo. En los semáforos, el vapor del asfalto dibuja espejismos.
Las calles brillan, las sombras se alargan, y la vida parece tomarse una pausa. En ese silencio caluroso, Ibagué se siente viva, pero cansada; hermosa, pero real.Por las tardes, el cielo se llena de tonos anaranjados y lilas.
La ciudad empieza a suavizarse, como si alguien bajara el volumen del mundo. Las luces se encienden una a una, los buses vuelven a rugir, los estudiantes salen de clase y el aire vuelve a llenarse de risas.
En los parques, las parejas se encuentran, los músicos afinan sus guitarras y los vendedores prenden sus luces de neón.El calor se vuelve brisa y la vida recobra movimiento.
El Conservatorio, con sus puertas abiertas, deja escapar melodías que flotan sobre el centro. Esas notas se mezclan con los pasos de los peatones, con las conversaciones, con los sueños que viajan en cada mirada, porque en Ibagué la música no se aprende: se respira. Nace del alma de la gente, del corazón de los barrios, del eco de las montañas que la rodean.
De noche, la ciudad brilla como una constelación extendida sobre el valle. Desde lo alto, se pueden ver las luces que laten como pequeñas estrellas terrenales. Los bares suenan a salsa, los cafés murmuran boleros, y las calles reflejan los pasos de quienes aún no quieren volver a casa.Ibagué se vuelve íntima, cálida, sincera.
Las voces se cruzan, las miradas se encuentran, y todo parece posible bajo la luna que se asoma entre los cerros. Entonces uno entiende que Ibagué no es solo una ciudad: es un estado del alma. Tiene el ritmo del bambuco, la nostalgia del bolero y la fuerza del sol que nunca falta.
Es la risa que se escapa sin permiso, el olor del café al amanecer, la brisa que baja por las montañas cuando cae la tarde. Es la suma de miles de historias que se cruzan sin conocerse, pero que laten al mismo compás.Y mientras la noche avanza, la ciudad se recuesta sobre su propio silencio. Los buses descansan, las luces titilan, y un perro ladra a lo lejos.
Ibagué cierra los ojos, pero no duerme. Sigue soñando con música, con amor, con días nuevos. Porque cada amanecer la encuentra lista para empezar de nuevo, afinando su alma entre los acordes del viento.





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