Opinión

El miedo más grande de una madre

Sara Moreno Ruiz

Sara Moreno Ruiz

Columnista Invitada

Hoy se celebra Thanksgiving (Acción de Gracias) en Canadá. Lo estamos pasando en una casa de campo con amigos, pero llegamos por partes, porque todos tenemos obligaciones distintas. Por ejemplo, mi hija tenía un cumpleaños a una hora de Montreal el viernes y debía estar allá; en cambio, yo tenía el viernes libre y me vine después del almuerzo. Mi hija fue a su fiesta con una amiga, y se suponía que ayer por la mañana su papá la recogería y vendrían juntos para acá. Pero el plan cambió ligeramente.

Mi hija es alérgica a los gatos. Cada vez que está con gatos nuevos, tiene que tomar medicinas antialérgicas y usar un inhalador de Ventolin para aliviar la dificultad para respirar que le producen. Como sabía que iba a estar en una casa a las afueras de la ciudad, donde seguramente habría gatos —los tienen en casi todas las casas de Montreal; no era difícil imaginar que una familia que elige vivir fuera de la ciudad, con mayor razón, los tendría—, les advertí a ella y a su papá (con quien estaría) que debía tomar sus antialérgicos y llevar el inhalador. Pero, como suele suceder, lo olvidó.

Mientras tanto, yo me vine a la casa de campo con mi amiga. Preparamos una lasaña y nos pusimos al día con varios de los últimos acontecimientos. Cenamos con vino tinto y comimos un postre típico de Quebec con una copa de prosecco. Esa misma noche empezamos a agradecer por la fortuna de estar, solas, juntas. En un momento de la cena le comenté a mi amiga que podría llamar a mi hija para asegurarme de que todo estaba bien con su fiesta, pero que no lo haría para no ser, como a menudo me lo ha señalado ella, “tan intensa”. “Let me be!” (“¡Déjame ser!”), me ha pedido varias veces. La verdad es que me sentí orgullosa de no haberla llamado y de haberme acostado tranquila y agradecida después de un postre delicioso y una copa de prosecco.

Pero a la una de la mañana sonó mi teléfono. Era ella, quien ya me había escrito cuatro veces desde las doce y media —sin que yo me diera cuenta— para decirme que no podía respirar y que no tenía su inhalador. Que si tenía alguna forma de ayudarla.

Le marqué a su papá inmediatamente, pero la llamada entró al buzón. Después de tres intentos, mientras yo sentía, literalmente, que me desmayaba, él me contestó. Le dije que tenía que llevarle el inhalador a Gabriela, en Hudson, y enseguida salió. Fueron una hora y quince minutos eternos (para mi hija y para mí), durante los cuales estuve al teléfono con ella, tratando de calmarla. Cuando por fin tuvo su inhalador, ya estaba respirando mejor.

Crecí en una familia católica que me enseñó que, para estar a salvo de todo mal, había que portarse bien y orar. He aprendido que, para estar a salvo, tenemos que estar rodeados de seres queridos. El viernes por la noche aprendí que, si algo les pasa a mis hijas, yo quizás muera.

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