El retorno de la oscuridad
A eso de las siete am, Alfredito despertó convencido de que vería el sol frente a su ventana. Sin embargo, no fue así, el sol, como la canción de Silvio y René, se escondió y no quiso salir.
Alfredito hizo un puchero de niño mimado, sabía muy bien lo que eso significaba. Sabía que el hecho de que el sol a las siete de la mañana no estuviera presente no era otra cosa que la muerte inminente del verano.
Entonces, no pudo sentir la típica nostalgia que sienten los amantes del calor, esa que, en países fríos, hace que se estremezcan los corazones de los más fuertes. Sí, sí, ya debería estar acostumbrado a contar inviernos, pero, este último año el verano había llegado tan temprano y se había demorado tanto que daba la impresión que no se acabaría nunca.
Una imagen se recreó en la mente de Alfredito: las personas corriendo por las calles con sus prendas deportivas, algunos hombres sin camiseta que se dejaban dorar por el sol, las bicicletas y sobre las mismas las familias que parecían salidas de cuentos de hadas, los niños y sus risas, los parques atiborrados de toda esa muchedumbre primermundista, consumista, aparentista, aunque la palabra no exista. Los BBQ, los bares en la calle adornados al mejor estilo, las ferias en las ciudades, las ventas de garaje, todo, absolutamente todo cobraba vida con cada rayo del astro rey colándose por las ventanas y por las casas de nacionales y foráneos y ahora, ahora no era más que un recuerdo borrado por la oscuridad y el blanco eterno.
Una hora estuvo esperando Alfredito a que el sol se levantara, pero, eso no ocurrió. Entonces, se acercó al vidrio que lo separaba de la calle; vidrio templado diseñado especialmente para proteger del atroz frío que, en breve, le estaría congelando la vida a más de uno. En efecto, estaba helado. Esa ventana no era más que una mueca espantosa, una inquilina no deseada.
Como si se tratase de una verdadera penitencia o una suerte de castigo, Alfredito acercó su frente contra el cristal y trató de recordar lo que se sentía el calor del sol sobre la ventana, pero, apenas si pudo resistir unos instantes, el frío lo apartó con violencia, como suele hacer el frío, porque así es el frío, no tiene sentimientos, es agresivo y destructor, como lo son muchos de los que aquí nacieron, muchos de los que llegan y muchos de los que se van.
La mañana se fue perdiendo como se pierden las mañanas en estas tierras. Un torrencial aguacero inundó a la ciudad y estoy seguro que a todo el país. Entre tanto, afuera los carros y dentro de los mismos, los rostros cansados de los habitantes del paraíso que salen temprano a trabajar y otros que regresan después de una larga noche que a veces pareciera nunca va a terminar.
Afuera también la lluvia y el regreso de la oscuridad; adentro, bueno, adentro las historias que nadie quiere contar porque lo mejor es aparentar.
Adentro y afuera, afuera y adentro. La luz se disipa como si fuese un simple recuerdo; cambia el viento caluroso por un viento gélido que parece un soplo de muerto, mientras los Alfreditos ya saben viene a la vuelta de la esquina.
Algunos Alfreditos fumarán sus hierbas legales, medicinales y ancestrales; otros se pasearán por la SAQ buscando algo fuerte y sin tax, mientras que los demás les pedirán a sus médicos que mejoren la fórmula para poder aguantar.
El resto de Alfreditos e, incluso, Alfreditas, llamarán a sus familias y amigos en el exterior y publicaran en las redes del embuste, todas esas mentiritas piadosas que les sirven a la final como alicientes de su vida color de mierda rosa.